HISTORIAS DE LAS HISTORIAS DE GENTE SIN HISTORIA
8 de octubre de 2006
El otro día recibí un correo electrónico de Carmen Morales, desde México, en el que me decía que le estaban gustando los relatos de Historias de gente sin historia. Quise escribirle unas líneas para darle las gracias y le conté todo esto:
“Me alegra que te esté gustando la lectura de mis relatos; si hubiera sido oportuno, me hubiera gustado contar, al inicio de cada uno, la historia de cómo y cuándo nacieron, de los avatares que siguieron hasta adquirir esa forma definitiva en la que los estáis leyendo; porque ahí, de algún modo (junto a las anécdotas, las situaciones y los personajes de los mismos), está mi vida o parte de mi vida; desde "Galad y Sera", que debe de ser el más antiguo de los publicados y que escribí en Barcelona, cuando era un soldado que se negaba a vivir en el cuartel y tenía que ganarme la cama y la comida trabajando por las tardes (recuerdo la habitación de alquiler que compartía con un amigo chileno, al que le perdí la pista y que creo recordar que se llamaba Hugo Francisco "Noséqué" Cortés y con Agustín, que andaba por Roma dando clases de español la última vez que supe de él; la mesa camilla sobra la que leía los anuncios de trabajo del periódico, escribía las cartas a mi novia de entonces, Chima, quien luego fue mi primera mujer, y relatos como éste… Recuerdo el falso platanero que daba sombra a nuestro balcón y el tramo de la calle Diputación
que alcanzábamos a ver si salíamos a él; la forma peregrina en que conocí a los editores de la revista "Obolo", que lo publicaron y, junto a estos recuerdos, como las cerezas enzarzadas en un ramillete, vienen otros recuerdos: las canciones que Agustín componía y cantaba con su guitarra, sólo para él; la piedra de lapislázuli que Hugo Francisco cargaba con la ilusión de venderla un día para salir de pobre; Feli, la patrona que nos había alquilado el cuarto, que nos fiaba comida de su despensa, cuando no nos quedaba otra cosa que comer, y que tenía un amante borrachín, al que trataba de esconder con poco éxito, porque ya se encargaba él de que lo viéramos, aunque fuera en calzoncillos, unos calzoncillos con un estampado que simulaba la piel del tigre... Y, junto a ellos, también un viaje en tren a Sitges, ligues de una sola tarde o una sola noche que no me han dejado el recuerdo de su nombre ni de su cara, pero sí un relato escrito ("Merche está en la hierba", "Necesitamos una Maga"...); y, ahora que nombro a la Maga (existió de verdad, hace poco la vi en una entrevista que le hicieron, anciana ya), recuerdo también muchas horas leyendo a Cortázar, que me fascinaba, y a Torrente Ballester, al que descubrí allí mismo, justo en aquella época, en aquel lugar.
Luego vendrían los demás relatos. "El baterista del Plata", del que hubo varias versiones y otro título (“Sábado y trece”), hasta que encontró su forma definitiva el día que le sumé mis recuerdos del casco viejo Zaragoza y un cabaret muy peculiar de la calle conocida como El Tubo, al que iban viejos y soldados; me llevó una amiga que se llamaba Azucena y sabía que se iba a morir de cáncer, de hecho me regaló algunos de sus libros como recuerdo (El país de octubre, de Ray Bradbury, por ejemplo), sabiendo que ya no nos veríamos nunca más, porque ni siquiera éramos tan amigos como para que alguien me dijera que se había muerto; sólo un día dejé de recibir sus cartas y ya no la busque más, ni siquiera cuando, años después, fui novio de Sonia, que estudiaba allí veterinarias e iba a verla con frecuencia y juntos paseábamos por la ciudad, comprábamos libros en alguna librería de lance, tomábamos "quemadillos" en alguna cafetería del centro y, antes de irnos a dormir, nos asomábamos a las oscuras aguas del río Huerva, que separaba su barrio del centro... Aún volví algunas veces, tanto el año que Amador estuvo allí de “fraile” con los Hermanos de San Juan de Dios, como en alguna visita en plan turístico (por ejemplo, para llevar a los padres de Eliana a que conocieran la Basílica del Pilar)… Pero recuerdo también la noche en la que, hasta bien entrada la madrugada, estuve escribiendo esta versión, recorriendo con un dedo las calles del barrio sobre un mapa de la ciudad, en el que iba haciendo anotaciones; luego la entrega del premio, el reencuentro con Fernando Lalana, el curioso restaurante al que me llevó a cenar y el paseo que, bien entrada la noche, nos dimos por los escenarios de mi relato y por los lugares en los que a la ciudad le gustaría hacer una Exposición Universal
Bueno, no puedo seguir así, repasando cada uno de los cuentos del índice hasta llegar al último escrito (“¿Cuánto vale una horca?”), en el que mezclaba mis recuerdos de la feria de Albacete, con los de una familia que conocí en Ayora (descendiente de Jarafuel), que hacía ese tipo de astiles, horcas y garrotes y una noticia leída hace años en la prensa y que me impresionó (el linchamiento de un camionero español que había atropellado a un animal, no fue un niño y tal vez tampoco fue en Turquía); todo esto lo mezclé para uno de los piscolabis literarios de la CAT; pero hablar de éstos, de las obras de teatro (como la de “Criaturas”, en la que colaboran Eliana y los niños), del certamen literario que convocan, de la gente a la que tanto aprecio (como Montse, Ángel, Lorenzo, Mamen, Cano… por citar sólo a los que vinieron a la presentación del libro en Casas Ibáñez, pero dejando claro que hay muchos más: Celia, Rafa Muñoz, la familia Monzó al completo, Miguel Ángel Plaza e Isabel Garrudo, Isabel Sanchís… y cada uno con su historia, como Ayora y Jarafuel, Lidia y sus hermanas, la feria o las ferias… sería como el cuento de nunca acabar; así es que mejor lo dejo y pongo punto final”