GALAD Y SERA

¿Que cómo ocurrió todo? Lo cierto es que nunca se supo. Ni siquiera ellos, Galad y Sera, por más conjeturas que hicieron, llegaron a entenderlo. Recordaban, eso sí, aunque muy vagamente, todas aquellas profecías acerca del final... mas a fuerza de no creerlas, cuando se cumplieron, casi las habían olvidado. 

—Decía "habrá señales en el Sol, en la Luna y en los astros; las naciones estarán angustiadas en la Tierra y perplejas por el estruendo del mar y de las olas; y los hombres muertos de terror y de ansiedad por lo que sobreviene al mundo..." 

—Sí, era algo así. 

—Nunca me creí que fuese a ocurrir... y menos que nosotros llegáramos a vivirlo. 

Sentados al borde del pequeño precipicio desde el que les gustaba ver ponerse el Sol, o lo que fuera aquella pálida luz que los iluminaba, con las piernas colgando en el vacío, miraban al fondo, al lugar donde siempre había estado la Tierra. Ellos habían llegado a verla. 

—Antiguamente lo llamaban el planeta azul, por el color que le daban las aguas. 

—Me hubiera gustado conocerlo —confesó ella. 

—A mí también... —reconoció él. 

Aún no estaban muy seguros de cómo habían llegado hasta allí en una mañana tan gris como tantas otras oscuras mañanas, después de décadas de terror y miedo, de guerra sin frentes ni campos de batalla... Ellos no habían conocido ni otro tiempo ni otro escenario; de hecho la gente que los rodeaba estaba ya tan acostumbrada a esa situación que vivía convencida de que había sido así desde el principio de los tiempos. Los más viejos, sin embargo, aseguraban haber oído de otra época en la que la guerra era lo extraño y en la que los hombres habitaban ciudades luminosas, en casas con ventanas abiertas a la luz, porque no era necesario esconderse, ni escapar, porque aún estaba lejos el tiempo en que habrían de vivir en constante marcha, siempre huyendo de alguien que también huía, durmiendo en refugios, saliendo al exterior con mascarillas y arriesgando la vida a cambio de amargas raíces que comer... 

Aquella mañana, sin embargo, cuando el cielo —rojo de fuego una vez más— empezó a tambalearse y aparecieron las estrellas en medio del día para desplomarse desde lo más alto, cuando los hombres seguían corriendo entre las explosiones y el mar se había levantado por los cielos arrastrando sus últimos peces, Galad y Sera fueron envueltos por la niebla y se sintieron transportados en una nube. Fue todo tan natural, tan esperado a lo largo de inconscientes trasmitidos de padres a hijos —como una leyenda que hubiese permanecido oculta desde el principio de los siglos—, que ni siquiera se extrañaron. 

Desde el nuevo lugar vieron los últimos segundos del rojo planeta azul; lo oyeron estallar y lo admiraron, como embobados ante unos fuegos artificiales que nunca habían visto, deshecho en millones de pedazos que se esparcían por el vacío. 

Ahora, balanceando las piernas sobre el precipicio, contemplaban los restos que, como meteoritos de juguete, giraban unos sobre otros y, en tropel, todos alrededor del Sol. 

—Es hermoso, ¿verdad? 

—Sí, pero antes también debía de serlo. 

—Fue una lástima que no llegásemos a verlo. 


Imaginaron estar en la Luna. No podían ubicarse en otro lugar y, recordando las narraciones de los ancianos sobre hombres de otra época que habían llegado allí con sus naves, se asustaron: La tradición decía que el satélite, desértico, carecía de oxígeno y vida de la que alimentarse... Sin embargo, pronto vieron que sí podían respirar. 

—Debe haber sido por las explosiones —dedujo él, pensativo. 

—Sí, a veces pasan estas cosas. 

—O a lo mejor nunca vino nadie. 

—Lo más seguro. 

La comida les llegó por el cielo. Cuando la explosión, parte de los mares, lanzados por el vacío del espacio, cayeron en forma de lluvia... Estuvo lloviendo todo el día y toda la noche, con tanta intensidad que, cuando escampó, habían nacido ríos y mares. Ellos, que lo miraban todo desde una pequeña cueva con un poco de hambre, se alegraron mucho, porque con el agua habían caído algunos peces y porque pronto, como habían supuesto, empezaron a crecer la hierba y las flores que, con el tiempo, darían lugar a los primeros árboles.


II


—Quizá —supuso ella, poniéndose en pie—, seamos como Adán y Eva. 

—No creo. No existieron... 

—Pasan tantas cosas que vete tú a saber. 

—Si tenemos hijos, seremos el origen de una tribu. 

La mujer rió alborozada. 

—Será divertido... Luego las leyendas hablarán de nosotros. 

—Y a lo mejor alguien dice que esto fue mentira... Algún sabio llegará a la conclusión de que descienden del mono.

—Y otros dirán que esos planetillas que vemos fueron parte de éste. 

—Habrá quien se dedique a buscar el origen del lenguaje, los albores de la sociedad y cosas así.

     —Oye, pero no hay monos... Sólo peces.

 —Ya saldrán, no te preocupes... Luego un pez se pondrá a vivir fuera del agua y se hará serpiente o algo así, no me acuerdo muy bien... Además, pronto habrá insectos, gusanos... 

—Sí, es verdad... A veces pasan estas cosas. 

—Nadie podrá imaginar la verdad. No se creerán que vinimos en una nube y que el mar, lleno de peces, llovió durante todo un día. 

—Nosotros lo contaremos a nuestros hijos y ellos a los suyos... Escribiremos un libro...

—No tenemos papel... Además, sólo se lo creerían hasta que apareciesen los sabios y encontrasen una explicación científica de los hechos.


III


No hizo falta papel para escribir el primer libro. Fue, como todo, mucho más sencillo de lo que habían imaginado. Ocurrió una mañana cuando, al alba, vieron llegar una nube blanca que, a toda velocidad, descendió a unos kilómetros de allí. 

—Vamos a ver— propuso él. 

—¿No será una bomba? —receló ella, recordando aún su vida sobre la tierra. 

—No creo... las bombas no eran blancas. 

Y no lo era. 

Estuvieron absortos todo el día ante las gaviotas que se habían posado a lo largo de la playa. Ni siquiera trataron de explicarse cómo habían llegado hasta allí, entre otras razones, porque nunca habían visto un ave. No sabían lo que era, aunque intuyeron su nombre y recordaron las historias que los ancianos contaban. 

Fue entonces cuando Galad, dándose cuenta de las huellas que las gaviotas dejaban sobre la arena húmeda, corrió hasta la orilla del mar, espantando a algún grupo, que levantaban el vuelo entre gritos para volverse a posar unos metros más lejos. 

—¿Dónde vas? 

—A escribir el libro. 

Y clavando el dedo en el barro, trazó el nombre de su compañera: "Sera". 

—¿Te gusta? 

—Sí, ¿qué es? 

—Un poema. 

Luego una ola la borró, pero no les importó. 

—Es igual, cuando los árboles terminen de crecer, escribiremos en sus troncos.


IV


La serpiente apareció una buena tarde, cuando Sera despertaba de su siesta. No se asustó al verla, en al Tierra se había acostumbrado a su presencia en algunos de aquellos refugios, pero llamó a Galad. 

—Mira. 

Él, aún tumbado sobre la hierba, se limitó a abrir los ojos. 

—¿Cómo ha venido? 

—No lo sé. 

—¿Se habrá formado ya de los peces? 

Ella se encogió de hombros. Luego, sin más, le confesó su temor: 

—A lo mejor es el demonio. 

—No creo... ¿Habla? 

Sera se encaró al reptil. 

—¡Oye! —le increpó. 

Viendo que no contestaba, insistió: 

—¿No entiendes?

El animal siguió su camino serpenteando. 

—No habla —concluyó por fin, dándose por vencida. 

—Entonces no es el demonio... Además, aquí no tenemos fruta prohibida, ni sin prohibir. 

—¡Es verdad!... Ni tampoco hemos visto a Dios para envidiarlo. 

No regresó. Llegó el invierno y, probablemente, debió de esconderse bajo alguna piedra. 

No fueron sólo los peces, las gaviotas y la serpiente; poco a poco aparecieron muchos animales; tantos que comenzaron a inventar nombres para que cada uno tuviera el suyo. 

Un día también hubo frutos, pues los árboles terminaron de crecer y empezaron a multiplicarse. 

—Parece el paraíso, ¿verdad? 

—Sí. 

—No recuerdo cómo decía aquello... 

—¿Eso de "la tierra que estaba hasta ahora devastada, se ha convertido en un jardín del Edén"? 

—Sí, eso era... Tampoco lo hubiera creído. 

—Debía de ser una profecía. 

—Eso parece. 

—Y, sin embargo, mira qué simple es: no hemos tenido que hacer ninguna revolución para conseguirlo, ni siquiera un discurso. 

—Menos mal. 

—Lo malo será cuando empiecen las guerras y destruyan todo esto. 

—¡Bah!, ya no viviremos para entonces. 

—Pero es tan bello... 

Sera se quedó un poco triste. 

—Además —le dijo él para tranquilizarla— no tiene por qué volver a haber guerras. 

—También es verdad.


V


Como todo lo demás, el amor llegó un buen día. 

Fue en la primavera, cuando el río empezó a deshelarse y por las mañanas los despertaba el canto de pájaros que nunca habían oído. 

En realidad, el amor había estado dentro de ellos mucho antes de llegar allí: Se habían mirado largas horas en la oscuridad de los refugios, se habían cogido de la mano para huir de las explosiones y había sido así, precisamente, como los encontró la niebla. 

Y fue, ya digo, en primavera, cuando los pájaros empezaron a cantar al recibir la primera luz de la mañana: Galad se despertó porque el calor de un rayo de Sol le hacía cosquillas en la planta del pie. 

Aún tenía mucho sueño, porque la noche anterior habían estado contando estrellas hasta muy tarde. Querían apuntar su número en un árbol para que, cuando hubiese sabios, éstos pudiesen dedicarse a otros menesteres más complicados... El muchacho decidió cerrar la cortina que habían hecho con pámpanas de vid pero, cuando llegó hasta la entrada de la cueva, descubrió que otro de los rayos de luz daba en la cara de Sera. Le gustó tanto el nuevo aspecto de su compañera que estuvo mirándola largo rato. Se sentó a su lado y, con mucho cuidado, fue acariciando sus suaves cabellos, mientras descubría en el fondo de sí, un sentimiento tan nuevo que ni siquiera pudo moverse cuando el Sol subió a lo alto y dejó de iluminar a la mujer para ponerse en su cara. 

Cuando Sera abrió lentamente los ojos, vio la nueva luz que bañaba a su compañero y, sintiendo la mano de Galad entre sus cabellos, descubrió que también en el fondo de su corazón empezaba a brotar la hierba. 

Subió la mano hasta la cara del hombre y la acarició. 

Los conejos, que se habían despertado antes, los estuvieron contemplando toda la mañana. 

Ellos, lentamente, descubrieron cada delicia del amor; hallaron el sabor de los besos, el calor del abrazo y aprendieron a amarse de una forma diferente, como nunca habían visto hacerlo a los animales ni a los antiguos habitantes de la Tierra. 

Se quisieron hasta la noche, cuando los conejos se volvieron a dormir y los pájaros regresaron a sus nidos. 

No habían dicho nada en todo el día. Salieron al exterior enlazados por la cintura... Pero ya no contaban estrellas, se limitaron a mirarlas junto al mar.


VI



El niño nació en la siguiente primavera, dos años después de que ellos hubiesen llegado allí. 

—Es el primer selenita —dijo ella, mirándolo con la sonrisa que las madres habían tenido antes de las guerras. 

—¿Cómo lo llamaremos? 

—No sé... 

—¿Le ponemos Caín, como al de Adán y Eva? 

—No, porque luego podría matar a su hermano. 

—Aquí no hay burros... Y no esperarás que vengan volando como las gaviotas. 

—No, claro que no.

Y se rio a carcajadas; tanto que hasta Galad y el bebé se contagiaron... Así estuvieron hasta muy tarde. Entonces, entre las primeras estrellas, descubrieron una bolita plateada. 

—Debe ser un trozo de tierra que haya empezado a girar a nuestro alrededor. 

Se acercaron al precipicio y, asomados al vacío, descubrieron que los demás meteoritos, los restos del planeta azul, habían desaparecido. 

—Qué extraño, ¿verdad? 

—No te preocupes, a veces pasan estas cosas. 

—Es que ahora sí que no nos van a creer los sabios. 

—No importa... 

El niño, al que habían dejado en una cuna de tréboles para que no se cayera, empezó a llorar. 

—¡Qué boba, aún no le he dado el pecho! Tendrá hambre. 

Sera tomó al bebé en los brazos y, sentada, se apoyó en la espalda de su compañero... Estuvieron mirando el nuevo cielo hasta que el sueño los rindió.



Relato publicado en la revista OBOLO, de Barcelona, en el otoño de 1977, con el título de “A veces pasan estas cosas”. Posteriormente se incluyó en el libro “Historias de gente sin historia”. 

Una versión del relato (dramatizada por Ángel Sánchez), fue puesta en escena por OLEANA TEATRO (interpretada por Raúl Córdoba, como Galad y Montse Ramón, como Sera).