LECTURAS OBLIGATORIAS
Reconozco que nunca fui capaz de leerme “La Generación del 98” de Laín Entralgo. Seguramente tú tampoco. Nadie que yo conozca se ha leído ese libro. Lo que pasa es que yo sí quise hacerlo. Y eso fue antes de que Sabina Godoy hubiera nacido.
La lectura me la propuso Pilar Pindado. No me lo hizo solo a mí, sino a los veintidós alumnos de Sexto L, del que yo era delegado y ella profesora de Literatura Española y tutora. Pero la idea tampoco debió de ser suya, sino del Ministerio, que pondría como lectura obligatoria para aquel último curso de bachillerato una cualquiera a elegir entre este ensayo de Laín y las novelas “El árbol de la ciencia” de Pío Baroja y “La Voluntad”, de Azorín.
Todos elegimos la del médico vasco; quien más y quien menos ya se había leído “La busca” y algunos también “Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox”; aunque a mí lo que más me gustaban eran sus cuentos, sobre todo ese en el que una meretriz, guarecida de la lluvia bajo un soportal, se queda contemplando un Cristo que, desde el paso en el que lo llevan en una procesión de Semana Santa, parece devolverle la mirada, bañándola de paz y de ternura... Pero han pasado tantos años desde la última vez que lo leí, que bien pudiera ser que no se tratara de una prostituta, que no lloviera, que no fuera Semana Santa, que no hubiera ninguna procesión. José Martínez Ruiz ya nos parecía entonces un escritor plúmbeo y pasado de moda, aunque no hubiéramos leído de él más que algún fragmento puesto de muestra en alguna antología o ilustrando alguna de las
lecciones de aquel libro tan bonito que se llamaba “Vela y ancla” y con el que habíamos estudiado Política (Formación del Espíritu Nacional, le decían), en primero de bachillerato.
Pilar Pindado era muy joven para ser profesora y tutora. Apenas tenía cinco o seis años más que sus alumnos; justo los necesarios para haber acabado la carrera y conseguido su primer trabajo. Tampoco era más alta que nosotros. Risueña, menuda, con el pelo rubio ensortijado y unas tetitas pequeñas pero bien erguidas... Aunque eso solo yo lo sabía con certeza, ya que algunas tardes iba a verla a su casa: un ático que compartía con Esther, otra profesora del colegio, que nos daba francés y de la que todos nos sentíamos enamorados porque, aunque no era muy guapa, tenía unos labios y una mirada muy sensuales; sobre todo cuando nos hablaba en la lengua de Proust. Y más aún si se había tomado un par de copas, sentada en el suelo, en la alfombra de su casa, mirando las estrellas a través de la ventana... Aunque también eso solo lo sabía yo, que alguna noche me quedaba a cenar con ellas, a escuchar discos de Moustaqui y de Jorge Cafrune, de Agua Viva y de Paco Ibáñez.
Sabina Godoy aún no había nacido cuando bebíamos ese vino, escuchábamos esas canciones o leíamos el "Cantar de los Cantares" en voz alta, a la luz de las velas: ¡Oh noche amable más que la alborada!, susurraba Pilar, ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!, mientras Esther confesaba estar enamorada de las palabras, de la vida, del amor... de les mots, de la vie, de l’amour.
La habitación de Pilar Pindado tenía una ventana enfrente de la cama. Desde ella solo se veía una pared blanca. Me gustaba mirar fijamente a través de sus cristales. Pero ella me llamaba para que fuera a sentarme a su lado, sobre la colcha, y me preguntaba qué veía.
—Estoy viendo caer la lluvia —le decía yo.
—¡Pero si no llueve!
—Tú no me has preguntado qué se ve, sino qué veo... Y yo veo caer la lluvia y el agua que escurre por la pared.
—¿Y qué más se ve?
—Una ventana.
—¿Seguro? Ahí no hay ninguna ventana.
—Ahí no hay un hombre que diga ¡ay!
—Ni hombre ni ventana.
—Hay lluvia, ventana y una mujer que mira como miro.
—¿Una mujer?
—Sí, una mujer que se llama Sabina Godoy y que aún no ha nacido. Me está mirando. Me mira y no dice nada. No sonríe, pero me mira.
—Pregúntale qué quiere.
—Dice que quiere que seamos amantes.
—¿Tú y yo?
—No. Ella y yo. Dice que está casada y tiene una hija que toca el arpa y que le tiene miedo a las montañas. Le gusta leer y hacer el amor. También quiere que le cuente qué se ve en esa pared en la que está su ventana... Como tú.
—Cuéntaselo. Pero fuerte, para que yo lo oiga.
—Detrás de ella hay una cama y en la cama hay un hombre. Está sentado y desnudo. Y toca el saxofón. Una canción que se llama “Sealed with a kiss”
—¿Tú sabes inglés?
—No, pero me lo ha dicho ella... Al lado de la ventana hay un campo de naranjos, a su izquierda está el pueblo, al otro lado las huertas y al fondo el río. Pero en el río no llueve como en el resto de la pared. Hay una isla en la que los pájaros trinan tan fuerte que parece que estén gritando. Un barco ha encallado en la arena. Parece un barco pirata. ¿Quieres que vaya a verlo?
—No —me dijo Pilar Pindado—. Quiero que te leas "La Voluntad".
—"El árbol de la ciencia", como todos... Y así te será más fácil corregir los trabajos.
—No. Tú vas a ser escritor. Tienes que leer esa novela. Aprenderás mucho.
—Le preguntaré a Sabina Godoy si quiere leerla ella también. Juntos será más divertido.
—¿Aún está ahí?
—Sí. Y dice que nos leamos las dos: la de Azorín y la de Baroja.
—Pero tendrá que nacer primero.
—Sí, claro... Y quiere que también me lea otra novela que dice que se llama “Tejo”
—Será “Rayuela”, ¿no?
—Puede... Como aún no ha nacido, algunas cosas las confunde.
—Tal vez está esperando que alguien como tú la meta en las páginas de un cuento.
II
Reconozco que nunca llegué a ser escritor... Lo intenté, pero nunca lo conseguí.
A Pilar Pindado volví a verla muchos años después, cuando ya creía haber perdido su rastro para siempre. Fue en Madrid. Yo había ido a pasar el fin de semana con mi familia en la capital. Resultó que ella vivía allí. Yo entraba a desayunar a una cafetería de la Gran Vía, con mi mujer y mis dos hijos. Ella salía, acompañada de una sobrina suya. No se había casado nunca, ni había tenido hijos. Se acababa de jubilar: ya no era profesora. Yo trabajaba como administrativo en un hospital psiquiátrico. La reconocí nada más verla; pero tuve que decirle mi nombre completo y recordarle que fue durante su primer año como profesora cuando coincidimos en aquel Sexto L, ella como tutora y yo como delegado de curso. No le dije nada de sus tetas, pero sí le pregunté por Esther. Le di mi dirección de correo electrónico y le pedí su número de teléfono.
—¿Te acuerdas de la ventana de tu cuarto, la que daba solo a una pared? —le pregunté, cuando ya se marchaba.
Me sonrió.
—Me acuerdo de todo, si es lo que quieres saber —me confesó—. Hoy en día, me hubieran metido en la cárcel.
Le sonreí.
—Me leí todos los libros que me recomendaste... Menos el de “La Generación del 98”, de Laín Entralgo. Nunca fui capaz.
—¿Y a Sabina Godoy, llegaste a conocerla?
—Todavía no. Pero ya debe haber nacido.
—Pues no dejes de darle un beso de mi parte, si llegas a conocerla —me pidió, antes de marcharse definitivamente—. Me asomé muchas veces a aquella ventana; pero nunca pude verla... Tal vez está esperando que alguien como tú la meta en las páginas de un cuento.
Este relato se incluyó en la antología "Algo nuevo, algo viejo" editado por la editorial Edisena para conmemorar su XXV aniversario