LA MUJER SOLA QUE NUNCA ESTABA SOLA
Es curioso como en las tardes de otoño como esta, cuando el viento y los primeros fríos empujan a guarecerse en casa y el peso de los años en los recuerdos, el que con más nitidez me llega desde aquellos tiempos no sea el de mi madre, que siempre me alentó a ser yo misma; ni el de mis abuelos, que me dieron cobijo y me protegieron aún sin comprenderme; ni tan siquiera el de mi tío Manolo, que me enseñaba a jugar al fútbol, cuando ninguna de mis amigas se atrevía a darle una patada a un balón, y me dejaba encasquetarme su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía a casa de permiso... Curioso es que, más que a ninguno de ellos, recuerde a Alicia, la maestra que nos contó la
historia de Trinidad, “la mujer sola que nunca estaba sola”.
Tan pronto como arreciaba el frío y los campos amanecían blancos, cubiertos de escarcha, alguna de las más mayores le preguntaba cuándo la iba a contar, y ella siempre daba la misma respuesta: “Cuando nieve, cuando nieve...”
Entonces mirábamos al cielo, todavía otoñal, desde nuestros pupitres, veíamos caer la lluvia desde los cristales, oíamos el aullar del viento que arrastraba las hojas de la morera del patio y sentíamos un escalofrío ante la promesa de esa historia que ya empezábamos a acariciar en nuestra imaginación.
Alicia era una mujer más joven de lo que nos parecía. No se maquillaba como otras de su edad, ni “vestía a la moda” (que sólo era una expresión, porque ninguna mujer del pueblo lo hacía en aquellos años). Su aspecto era serio, pero no triste, aunque sí algo melancólico, o eso me parecía a mí cuando a veces se quedaba como ausente mirando por la ventana. Nunca nos levantaba la voz y, si alguna vez nos castigaba, luego parecía como dolida y trataba de mostrar cariño a la sancionada... La primera vez que me castigó a quedarme sin recreo, cuando todos salieron al patio y nos quedamos a solas, sacó de su cajón un libro viejo, sin tapas, y me lo tendió. “Siéntate, si quieres, hasta que vengan los demás –me propuso–, y lee”. Luego, cuando fui a devolverle el libro en el que había estado leyendo la historia de un hombre llamado Ulises, pero que decía llamarse Nadie, me lo ofreció: “Si te gusta, puedes llevártelo a casa hasta que lo hayas leído todo”.
Y fue allí, en sus páginas, leídas al calor de un brasero en la calle Vieja, lejos de cualquier lugar, donde descubrí que el mundo es grande y hermoso.
Nevó un frío amanecer de aquel mismo mes de diciembre, cuando ya el trimestre se acercaba a su fin y en la pizarra habíamos dibujado un belén con tizas de colores. Cuando volvimos a clase después de comer, ella acercó su silla a la estufa y, a un gesto suyo, todas la seguimos, formando un gran círculo a su alrededor. Aupó a la más pequeña en sus brazos y comenzó la historia de Trinidad, la mujer sola que nunca estaba sola. Una mujer que había estudiado en la universidad cuando la mayoría de las mujeres apenas si iban a la escuela; que había luchado en la guerra, como un soldado más, y luego había estado en prisión… La universidad, la guerra y la cárcel eran para nosotras poco más que palabras, por eso nos gustaba más la segunda parte de la historia, cuando la mujer sola vivía en el campo, lejos del pueblo, y se bastaba a sí misma. Y no porque no quisiera a los demás o los demás no la quisieran a ella, sino porque de nadie dependía.
“Vivía en las huertas, junto al río. La tierra y los animales le ofrecían los alimentos que necesitaba para vivir, la leña con la que se calentaba y encendía el horno en el que cocía su pan y, como pese a la soledad en la que vivía, amaba a la gente, construía pequeños juguetes de caña para los niños, enseñaba a leer a los hortelanos de los caseríos cercanos, hablaba de los secretos del campo con los viejos... Cuando caía un nevazo como éste (todas nos volvíamos a mirar por la ventana que la maestra señalaba con el dedo), y la mujer sola se quedaba aislada en su casa, las gentes del pueblo se abrían camino en la nieve para llevarle aceite y miel, vino, pan bendito, mantecados, almendras o lo que cada uno pudiera... Y ella, con el pelo cano y la cara apenas arrugada pese al paso de los años, les daba las gracias con una voz profunda y bondadosa”.
Y la de la maestra, que también lo era, le salía de muy adentro, con dejes de nostalgia, como si estuviera contándonos algo que realmente hubiera ocurrido... o que pudiera llegar a ocurrir.
II
Llegué al pueblo cuando ya oscurecía. Me hospedé en un hostal nuevo y me alojaron en una aséptica habitación de la última planta, con mini-nevera y televisor, “set” de baño en la repisa del lavabo, secador de pelo, y sin más encanto que la vista que se contemplaba desde la ventana: los tejados del que en la infancia fuera mi barrio y en una de cuyas calles estuvo la casa de mis abuelos, la casa en la que viví con mi madre y que todavía debería de existir, aunque en el pueblo ya no quedaba nadie de mi familia.
Por un momento, asomada a la ventana, creí que hasta mis oídos llegaban voces de niños jugando en la placetilla cercana... Quizá los escuchaba de verdad y quizás era cierto que de las chimeneas de las casas seguía saliendo humo, mientras el día de otoño agonizaba lentamente... Quizá la campana de la vieja ermita volvió a tañer.
Antes de cenar, la nostalgia me llevó hasta la escuela donde de niña aprendí algo más que a leer o escribir, a multiplicar o conjugar los verbos. Detrás de la remozada fachada, de la acristalada puerta que le daba entrada, quise adivinar la que fuera mi primera aula, con las paredes ya desconchadas, la pizarra verde cuarteada, a mí misma, sentada ante un pupitre de madera, con un lápiz mordido entre los dedos... Y la maestra, aquella mujer seria que sólo se permitía contar un cuento cuando nevaba, aquella mujer que, algo melancólica, se quedaba ausente mirando por la ventana. Siempre pensé que aquella historia de la mujer sola que nunca lo estaba había sido la lección más importante que recibí, porque me había hecho comprender hermosos valores que, disfrazados de sencillez y hasta de simpleza, pasan inadvertidos a los ojos de quienes no aprenden a tener tiempo para sí mismos. Pero, sobre todo, porque me ayudó a entender que, tanto una mujer como un hombre, pueden vivir sin depender de otro… aunque necesiten a los demás. Y así, yo misma, pese a que nunca rehuí a nadie e incluso viví en pareja, siempre tuve muy presente que me bastaba a mí misma para ser feliz. Y eso se lo debía en parte a ella, a mi vieja maestra.
De vuelta al hostal pregunté por doña Alicia, temiendo que hubiera muerto.
“No, no ha muerto... –me informaron–. Está en la residencia de ancianos; pero hace muchos años que perdió la cabeza… Ahora dice que se llama Trinidad”.
Me despertaron los gallos con su canto. Abrir los ojos fue como cerrarlos para sumergirme en un lejano sueño en el que, a través de la ventana del hostal, podía disfrutar de los primeros rayos de sol, abriéndose paso por entre la niebla otoñal, y del lento desperezarse de un pueblo que se ponía en movimiento.
Pagué la habitación y dejé el equipaje en el coche, antes de encaminar mis pasos hacia la residencia de ancianos Miré a mi alrededor y, en medio de la llanura, eché en falta las huertas en las que pudiera vivir Trinidad, la mujer sola; el río junto al que encontrarla, sentada al sol, en la puerta de su casa, rodeada de gallinas y juguetes de caña, junto a un par de perros que la recibieran alborozados con sus ladridos e incansables movimientos de cola. Le hubiera llevado una botella de vino, un queso de la tierra, chocolate…
Compré de todo esto en un supermercado que en nada se parecía a las tiendas de mi niñez: Ni rastro del aroma inconfundible que componían la mezcla de olores, entonces destapados y ahora envasados al vacío: el de las legumbres, el bacalao, las galletas de coco, el tonel de las aceitunas, la cuba de las sardinas, la lata de la mortadela, la del bonito en aceite o escabeche y hasta el del mismo papel de estraza que serviría para envolver las pequeñas cantidades compradas de fiado. Luego busqué el asilo. La monja que me recibió en la entrada, me dio las gracias por los presentes y me acompañó hasta la sala donde mi recordada maestra permanecía sentada en un sillón. Casi todos los ancianos miraban la televisión, pero ella no; ella tenía la mirada perdida en la ventana… como cuando se ausentaba de la escuela sin salir del aula. “Vive en su mundo –me advirtió la hermana–. No creo que la reconozca”.
Yo no quería ser reconocida, sino que fuera ella, mi antigua maestra quien, por una vez, se sintiera identificada con el nombre por el que la llamaban:
– Trinidad...
La mujer se volvió hacia mí.
– ¿Me conoces?
– Claro que la conozco. Usted me prestó un libro, sin tapas, en el que se decía que el mundo es grande y hermoso.
– ¿Y lo es?
– Lo es… Y de usted aprendí a recorrerlo sola y sin miedo, sin depender de nadie. A ser yo misma y así poder mirar a todos de igual manera; ya fueran buenos o malos, niños o adultos, hombres o mujeres, pobres o ricos…
La maestra colocó su mano descarnada y temblorosa sobre la mía. Pensé que quizá no me habría entendido.
– Hija mía –me dijo–, entonces te enseñé cuanto sabía.
Y las dos nos quedamos en silencio, cogidas de la mano y con la vista perdida en la ventana más cercana.
(Este relato, con el título de Principios del Comunismo, obtuvo el primer premio en el certamen Palabras por Villapalacios, en el año 2018)