SOLO EL DIOS LO SABE

Querida Jantipa:


Sabes que no me gusta escribir, que nunca escribo. Ni escribo ni hablo de amor. Además, este invento que nos trajeron los fenicios es bueno para realizar los contratos que han de cumplirse, para dejar testamento, para establecer los términos de un tratado de paz… pero debilita la memoria en la mente de los hombres y es torpe para plasmar lo que siente el corazón: La escritura petrifica el pensamiento.

Ahora es diferente, puesto que es la última vez que puedo escribirte y ésta la última ocasión para decirte todas las palabras de amor que hasta hoy he callado. Ya no te he de ver más, así es

que, mientras van llegando los amigos que me acompañarán en el momento de la muerte, te escribo para decirte lo que tu llanto, y la presencia de nuestra hija pequeña en tus brazos, me han impedido decirte antes de que Critón te llevara a casa para evitarte el dolor de verme morir.

Juntos, con el amor que nos unió un día que parece ya lejano, hemos visto amanecer a través de este ventanuco desde el que se divisa el mar y hemos visto llegar a la nave que regresa de Delfos. 

Una vez atracada en el puerto ya nada podía demorar la ejecución de la sentencia que me condenó a muerte hace más de un mes. El dios me ha regalado todo este tiempo para despedirme tranquilamente de ti y de nuestros tres hijos, para mostrarte mi amor callado y poder seguir conversando con mis amigos de siempre: Felón, el más fiel de todos, que ha sido el primero en venir esta mañana; el bueno de Apolodoro, Critóbolo, Antístenes, Cebes, Euclides… todos salvo Platón, que está enfermo. Sabes, Jantipa, que entre todos quisieron reunir el dinero que hubiera podido evitar mi condena; el jurado que me sentenció parecía dispuesto a cambiar la pena de muerte por una multa sustanciosa y mi renuncia a seguir filosofando por el ágora y las calles de Atenas; pero aceptar cualquier tipo de pena es propio de quien reconoce su culpabilidad y, además, ¿quién hubiera sido yo sin poder filosofar? No he tenido otro oficio ni misión que el de deambular por las calles, persuadiendo a jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse por el cuerpo ni por las riquezas, sino por conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible. Si me matan por eso, no es a mí a quien castigan sino que el daño se lo infligen a sí mismos.

Sé lo que estás pensando, Jantipa, que también pude haber escapado, haber seguido viviendo aunque sólo fuera por tu amor. Eran muchos los que estaban dispuestos a ayudarme a hacerlo y hasta los propios jueces lo hubieran facilitado para no cargar con el peso de mi muerte sobre sus conciencias, mas ¿conoce alguien en algún lugar, en el Ática o fuera de ella, donde no hubiera de llegar al término de la muerte? Sabes que no, sabes que desde el momento que nací me estaba impuesta por la naturaleza esta condena. Ya no soy joven y, hasta este día postrero, a nadie he conocido que haya vivido mejor que yo, puesto que llego al final sin haber hecho nada injusto o malo; pero ahora, si todavía avanzara más la edad, sé que sería forzoso pagar los tributos de la vejez: ver peor, oír menos, ser más incapaz de aprender y, de las cosas que he aprendido, ser más olvidadizo; y si me doy cuenta de que vengo a ser peor o tuviera que hacerme reproches a mí mismo, ¿cómo podría seguir viviendo ya con gusto? Huir sería sólo postergar el adiós a la vida para morir o bien afligido por enfermedades o de vejez, estado donde confluyen todas las amarguras y del que huyen todos los placeres.

Sabes, Jantipa, mi amor, que en mi favor dará testimonio el tiempo venidero, puesto que jamás contra nadie cometí delito ni a nadie volví peor. Enseña esto a nuestros hijos, para que guarden honrosa memoria de su padre y que tú, en ellos, veas lo mucho que te amé, pese a lo poco que nos lo mostramos. Cuando se hagan mayores, si piensas que se preocupan más de buscar riquezas o de los negocios que de la virtud, atosígales del mismo modo que yo he incordiado a los atenienses durante toda mi vida; y si presumen de ser algo, sin serlo de verdad, repróchaselo como yo lo hubiera hecho, y exígeles que se cuiden de lo que deben y que no se den importancia. Si haces esto, ellos y yo habremos recibido el trato que merecemos.

El sol se pone tras los montes, Jantipa, estas son mis últimas palabras de amor, pues el servidor de los once ha traído la copa con la cicuta y me ha dado las últimas instrucciones. Luego se ha puesto a llorar. Le he dicho que no lo haga, que no se compadezca de mí. No lo hagas tú tampoco. Ya es la hora de decir adiós: Yo me voy, vosotros os quedáis. No lloréis ninguno, pues qué será lo mejor, sólo el dios lo sabe.