LOS PADRES DE IRENE
5 de septiembre de 2013
Puri Novella escribió un bello relato que se llamó (que se llama), “Las hijas de Irene”, cuya lectura siempre recomiendo y con él ganó el premio “Villatoya” de cuentos en la última edición que se celebró del Certamen Literario Emilio Murcia… Es algo que he mencionado más de una vez en las páginas de este blog. Lo que muchos no sabían es que, unos años antes, yo había escrito sobre "los padres de Irene".
En julio de 2009 rescaté para todos vosotros aquel breve texto. No era más que el primer párrafo, el inicio de una historia que estaba y sigue estando por escribir.
Lo colgué en el blog con mucho cariño, pero nunca llegó a gustarme… Nunca me gustó porque la foto que elegí para ilustrarlo, y en la que aparecían Quique y Guadalupe, los verdaderos padres de Irene, era un torpe montaje que, por falta de gusto, resultaba burdo y grotesco.
Hace algún tiempo, la noche en la que celebramos la “cena del pan duro” (conmemorando la “sopa de piedras”, en la que ellos también estuvieron), les pedí una foto con la que sustituir aquella ilustración. Y, además, Irene les acompañó ante la cámara.
Hoy, por fin, la he cambiado y así, de este modo, aprovecho para rescatar el texto y ofrecéroslo de nuevo:
Quique se quedó jugando al fútbol; era lo suyo aunque, hay que reconocerlo, no fuera lo único. Yo caminé hasta la casa de Guadalupe y la encontré leyendo. Nos sentamos en el suelo y ella sacó una botella de vino. Rafael Amor, cuya desgarrada voz sólo nosotros dos parecíamos conocer, cantaba a los extranjeros, a los perros cojos, a una muchacha llamada Violeta. El tiempo parecía haber dado un salto hacia atrás y por un momento me sentí de nuevo en Córdoba, el ático de la plaza de los Carrillos, bebiendo el mismo vino y escuchando la misma música, aunque fuera en la voz de Cafrune. Guadalupe, que me miraba con los ojos de leer, parecía sacada de Rayuela, un personaje de Cortázar... Se oyó la puerta. Quique volvía a casa y la cara de Guadalupe se iluminó; él la regresaba al mundo de lo real, le devolvía su condición de mujer tangible: ojos brillantes, labios húmedos, pezones erguidos, olor a jazmín... y, cuando ya en la sala, la figura de ambos abrazados se recortaba sobre una red colmada de postales, la estampa quedaba completa y yo argüía cualquier excusa para despedirme, porque aquélla era otra historia.