DOS BODAS CON ELLA
Con Eliana
3 de septiembre de 2006
La segunda vez que me casé con Eliana tuve la impresión de encontrarme dentro de un film. No era ésa la primera ocasión en que me ocurría (ni lo de la boda con ella ni lo de pensar “esto es como una película”). Supongo que, para empezar, ya el hecho de casarse dos veces con la misma mujer pertenece más al mundo del cine que al de la vida cotidiana… En cuanto a lo otro, recuerdo en especial dos momentos en los que tuve esa sensación, uno charlando con Agustín en la terraza del ático viejo (creo que es la última vez que nos vimos, desde entonces no he vuelto a saber de él), y el otro paseando por el puerto de Vicedo, también de noche, ya de madrugada, con Natacha y Eugenio; había gente pescando a la luz de la luna y se acompañaban con la música de los coches, que escuchaban con tanta suavidad como nos acariciaba la brisa del mar… no sólo pensé que era una secuencia de película, además me pareció que debía de ser de Fellini.
Pero no es el momento de hablar de cine, ni de Agustín, ni de Natacha, ni de Eugenio… aunque, antes o después, todos habrán de tener su hueco en estas páginas. Éste es el espacio para presentar a Eliana, la mujer con quien comparto mi vida desde hace casi cinco años, prácticamente desde el mismo día en que nos conocimos… algo que también es más propio de los argumentos del cine que de las historias de la vida real.
La primera vez que nos casamos llevábamos viviendo juntos más de un año y tuvimos que vencer la oposición del fiscal de turno, de pasando por la humillación de que un policía sucio y tripudo dictaminara si estábamos lo suficientemente enamorados como para poder hacerlo… Y esto, por lamentable y escandaloso que resulte, es tan habitual en nuestro país, que no voy a decir que también parezca de película, aunque a ninguno de los que me lea le haya ocurrido que, para vivir con su pareja, haya tenido que demostrarle a nadie lo mucho que la quiere, que están enamorados como dos adolescentes, que ganan lo suficiente para pagar la hipoteca o el alquiler… y que todo eso lo tenga que dictaminar alguien que tal vez abofetea a su mujer, que a lo mejor se casó sólo porque la novia se había quedado embarazada, porque necesitaba quien le hiciera la comida y le lavara los calzoncillos, porque su madre se aburría y quería un nieto al que cuidar, porque le salía muy caro ir de putas todas las semanas o porque todos los amigos se habían casado ya… Aunque nadie se lo vaya a creer, conozco casos reales de gentes que me han dado esos motivos y (aunque resulte igual de inverosímil), a ningún fiscal ni a ningún policía les preocupó lo más mínimo, del mismo modo que no les importó si tenían casa o trabajo, si antes de la boda ya vivían juntos o si sólo paseaban las tardes del domingo, cogidos de la mano, por la calle mayor del pueblo.
La situación, junto a lo que había conocido a través de otros extranjeros (Rocío, Eveling y el marido cubano de Sonia, entre otros), y los casos de los que me enteré en mis vistas al arbitrario Consulado de España en Bogotá, me inspiraron el texto Señores de la justicia y de la ley, con el que obtuve el primer premio de Cartas de Amor de Béjar. Fuimos a recogerlo juntos, con los tres niños, que por fin vivían con nosotros y que, al pasar por la Sierra de Guadarrama, tocaron la nieve por primera vez. Seguíamos siendo felices, pese a la desconfianza de los agentes de inmigración y pese a estar ya casados.
La primera boda fue en Villatoya, donde Camilo, el alcalde, nos compensó de tanta traba y tanta espera con acertadas referencias a Colombia y bellas palabras para los inmigrantes… Y dos años después, cuando pudimos viajar juntos a Colombia, nos casamos en Mariquita, por segunda vez, ante su familia, a la luz de unas antorchas y rodeados de exuberante vegetación y flores exóticas… Fue entonces cuando me volví a sentir en una película y recordé escenas de aquélla que tanto me gustaba “El violinista en el tejado”, en la que, siguiendo tradicionales ritos judíos, también una pareja se casa en mitad de la noche y a la luz de unas antorchas.
Y aquí seguimos, por mucho que le pese a algunos, compartiendo techo, mesa y cama, luchando codo a codo por llegar juntos al día siguiente, cómplices en lo cotidiano y en la aventura, dispuestos a repartirlo todo (hasta los amantes, decimos, si se terciara), descubriéndonos todavía, sorprendiéndonos, tratando de compensar los años que no nos conocimos y asombrados, aún, de que caminos tan dispares y tortuosos como los que anduvimos, tan distantes en el espacio y los años, nos llevaran a encontrarnos un día y reconocernos de inmediato, pese a los avatares del tiempo.