AMAR A EMILIANO COMO A LOS DIOSES
5 de noviembre de 2014
A Emiliano le profetizaron un día que sólo sería amado como son amados los dioses. Yo estaba delante, y tanto a él como a mí nos pareció que era un triste augurio. A él le hubiera gustado que lo amaran como se ama a los hombres. A los dioses se les adora mucho y se les besa poco, no se les acaricia, no se les puede hacer el amor con esa pasión que Emiliano pondría cuando abrazase a sus amantes. No hace falta haberlo vivido para saberlo, porque la ponía en todo cuanto hacía.
Ahora que se ha ido, ahora que sus restos son parte del Pico de la Muela (la montaña que cada día veía desde las ventanas de su casa en Cofrentes), ya sólo podemos amarlo así: Como sólo se ama a los dioses; con un amor sin barreras en las que tropezar, en las que enredarse, en las que quedarse; con una admiración que crecerá en el recuerdo, con la nostalgia de su risa y de su voz, de sus historias, de su presencia...
En el funeral en Cofrentes, una de sus sobrinas me conmovió al hablar de él. En sus palabras lo reconocí. Me hubiera gustado ser capaz de repetirlas una a una para que también vosotros pudierais entender por qué fue tan importante este hombre para todos cuantos le conocimos. “Su presencia -explicaba la muchacha, con palabras más certeras que las mías-, convertía una tarde cualquiera en una tarde especial; la comida de un lunes en una comida de domingo”. Con él, un encuentro inesperado se convertía en una fiesta, porque la alegría de la sorpresa lo desbordaba... y un encuentro programado se podía convertir en una aventura, porque era capaz de citarte a dar un paseo por los salones de un palacio, como el del Marqués de Dos Aguas, o a tomar un café en Lisboa, aunque vivieras en Valencia, a sólo dos paradas de metro de su casa.
Seguramente no fui su mejor amigo y habrá muchos otros que podrían escribir sobre él con más derecho y mayor precisión; pero la inesperada noticia de su trágica muerte me hizo revivir el tiempo que trabajamos juntos, mesa junto a mesa, a finales de los años setenta; las interminables veladas en su casa de Cofrentes; el mimo con el que cuidaba sus discos de vinilo; el detalle con el que describía las coreografías de Lindsay Kemp, que tanto le entusiasmaban; el descubrimiento que, guiados por el azar, juntos hicimos del escritor uruguayo Felisberto Hernández (al que dediqué una entrada en este blog, que él enriqueció con uno de sus comentarios); los días que pasé con él en Sofia, cuando vivía en Bulgaria; la última vez que me visitó en mi oficina, cuando su madre estaba hospitalizada aquí en Requena; o la noche no muy lejana en la que estuvimos chateando, sin sospechar que iba a ser la última vez porque, entre otras cosas, estuvimos hablando de un futuro ya muy próximo en el que, jubilados, yo escribiría novelas y él disfrutaría de la casa que se estaba construyendo en Madrid, después de haber viajado tanto y de haber tenido su hogar en tantas ciudades del mundo.
Ahora que ya no está con nosotros, todos estos recuerdos se hacen más vivos. Y más presentes sus consejos de alimentación para la salud, sus invitaciones al yoga y la meditación... Más valiosos los pequeños regalos que nos dejó, como un ejemplar de “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, o un elepé doble de “Sha Na Na”, el grupo norteamericano de rock and roll, que él nos descubrió; libro que volveremos a leer y disco que volveremos a escuchar en su memoria porque ahora sí, más que nunca, seguiremos amando a Emiliano como a los dioses.